Sé que lloraré,
eso fue lo que me dije a mí misma en el primer instante en que cruzamos
nuestras miradas en la librería y me acerqué a preguntarle si podía ayudarle en
algo.
-Busco algo de Faulkner-me respondió
¡Vaya algo de
Faulkner! eso era mucho más que una intención y si ¡Céntrate, Marla, céntrate!
Además si me mira así, no sé adónde vamos a llegar...
-¿Alguna de sus
novelas en concreto?-le pregunté
-Me da igual
mientras sea de Faulkner-respondió
-En ese caso podría
recomendarle por ejemplo Mientras Agonizo o El Ruido y la Furia, puede incluso
llevarse Los rateros, fue premio Pulitzer.
El interesante y
misterioso cliente me miró fijamente y sonrío.
-Eche un
vistazo, le dejo que lo piense.
Volví al
mostrador y le dejé pensando.
Luis y Sofía
etiquetaban los nuevos ejemplares que habían llegado y no habían perdido ojo de
mi conversación.
-Marla, este es
el cliente del que te hemos hablado, viene una vez a la semana a llevarse un
ejemplar de Mientras agonizo. Ya verás, se quedará un rato mirando los libros
de Faulkner pero siempre se lleva el mismo título-me dijo Sofía
-¿Es este? Bueno
no me habías dicho que era así….-le pregunté sorprendida
-¿Así cómo?
-Así tan....tan
interesante-dije riéndome
Sofía y Luis rieron conmigo. Eran muchos los
años que llevábamos trabajando juntos y la complicidad entre nosotros era más
que notable.
Tal y como me
había comentado Sofía, el extraño e interesante cliente se acercó a la caja con
un ejemplar de Mientras agonizo en
sus manos.
-Me
llevo este-dijo tendiéndome su tarjeta de crédito.
Le cobré y
guardé su libro en una bolsa cuidadosamente.
-Muchas gracias
Sr. Burden espero volver a verle por aquí. Por cierto....me llamo Marla.
-Daryl,
encantado-me saludó estrechándome la mano-Por supuesto que volveremos a vernos,
Marla -me dijo mirándome fijamente a los ojos y esbozando una media sonrisa.
A mis cuarenta y
pocos, nunca, nadie me había mirado así, reconociéndome. Mi pelo rojo podría
haber ardido con la misma facilidad que un papel.
El día
transcurrió con normalidad pero yo no pude dejar de pensar en esa mirada, en
esa sonrisa, en cómo sería, a qué se dedicaría, cómo besaría…
Al salir me estaba esperando con su moto,
llevaba el casco puesto pero le reconocí por la cazadora de piel negra. Hacía
calor para llevar cazadora, sólo que él debía ser uno de esos tipos que siempre
la lleva puesta haga el tiempo que haga, marca de la casa.
Se levantó la
visera del casco y me hizo un gesto para que montara en la moto. No me lo pensé
ni un segundo, lo hice.
Me llevó a uno
de esos bares a los que una mujer no suele entrar sola a pedir un café, más que
nada porque puede que ni siquiera lo sirvan y sobre todo porque no te
atreverías a entrar para averiguarlo.
Como si Dennis
Hopper y Peter Fonda no hubiesen estado lo suficientemente colocados a lomos de
sus motos y Born to be Wild no sonara a todo trapo en aquel garito con una
única luz sobre la mesa de billar en la esquina izquierda y con un penetrante olor a bourbon en el
escaso aire que se podía respirar; así era él, un espíritu libre y yo
desentonaba en ese decorado pero estando junto a él todo me parecía un cuadro
perfecto.
Nos tomamos una
cerveza y charlamos y reímos y nos miramos y nos medimos y volvimos a reír y a
beber y a charlar y a reír y a mirarnos...y yo no dejaba de sonreír.
Al salir,
llovía. Me fascinaba la lluvia y bajo esa lluvia ya casi veraniega nos besamos.
Fue mucho mejor
de lo que había estado imaginando todo ese día. Fue como el recuerdo del primer
beso: dulce, apasionado, puede que incluso un poco torpe pero lleno de un deseo
tan loco e irracional como inocente.
Aquella noche
terminamos en su casa, entre sus sábanas de algodón blanco como casi todas y
cada una de las noches de ese verano tan caluroso. Me hizo sentir como en mi
propia casa, como en mi propia cama, como en mi propia vida, esa que siempre
quise tener.
Desde el primer
momento que crucé el umbral de su casa me dijo que me sintiera como en la mía pero que sólo
había una habitación de la casa en la que nunca debería entrar. No era más que una puerta como otra cualquiera, de
madera oscura con el tirador dorado y me lo dijo: no debes entrar ahí. Y entré.
Entré en mitad
de la noche, a hurtadillas e intentando no hacer ruido que es como se supone
que se hacen las cosas prohibidas o al menos así lo hacía cuando era niña.
Estanterías
llenas de Mientras Agonizo, la vista
no me alcanzaba a ver ningún otro título y un cuadro con un árbol genealógico
con el nombre de William Faulkner en su cabecera. Sólo tuve que hilar hasta la
parte inferior del cuadro. Daryl Burden, ahí estaba su nombre ¿un descendiente
del propio Faulkner o alguien obsesionado con el autor? No lo sabía y puede que
nunca lo hiciese.
Volví a la cama y
me encendí un cigarro. Daryl se despertó y me preguntó si estaba bien, le
mentí. Fumamos e intentamos dormir pero ni él ni yo lo conseguíamos.
Salimos de su
casa en mitad de la noche para comprar cigarrillos. El viento fresco golpeaba
mi cara y no sería lo único que quedaría golpeado esa noche.
Llegamos a la
gasolinera, bajé de la moto y le miré. Lo sabía, él lo sabía. Me dirigí a la
tienda a por los cigarrillos. Oí un acelerón. Salí a la calle con el paquete de
cigarrillos en la mano y le vi alejarse en la oscuridad de la noche.
Sólo él pudo
entrar y salir de todas las formas posibles e inimaginables porque yo fui como
no me había permitido ser en mucho tiempo, como uno de mis libros, uno de esos
libros abiertos que se dejan leer con facilidad y que nunca serán una obra
maestra.
Distinguí una
luz a lo lejos, creí que era él pero el
dúo de luces que se acercaba me dejaba muy lejos de su moto.
La última mirada
al igual que el beso de despedida ni siquiera dejaría de saber salado porque ya
no me lo daría.
La noche se
cernía como una losa sobre mí una vez más. El cielo se iluminó, llovía y yo me
calaba como cala el amor, hasta el alma, hasta los malditos huesos.
Ya sólo quería
llegar a casa, descansar la pena y secar las lágrimas sobre mi almohada, en lo
poco que quedara de su olor.
No debí abrir
esa puerta, hay puertas que nunca deben abrirse. Ganó la curiosidad aún cuando
no jugaba y eso fue lo que lo estropeó todo. Para él fue y fui el fin; ahora lo
sabía.
Al día siguiente
salí a la calle. Me encontré un paquete en el buzón, sin nombre, sin
destinatario. Lo abrí. Era un ejemplar de Mientras
Agonizo. Y bajo la misma lluvia que me calaba la noche anterior, lloré y
sentí la desazón, la agonía en mi corazón.