Con su viejo coche y dos dedos de gasolina en el depósito regresó a la ciudad para recoger los restos de su padre y cerrar una deuda con el pasado.
Era muy de mañana y llovía a la manera lenta, desesperante, interminable, que precede a cualquier final.
Odiaba las mañanas de lluvia, las tardes de resaca y las noches de insomnio.
En la residencia de ancianos, la directora le dio el pésame y le entregó lo que era de su padre, un bolsa de deporte verde, un portatrajes de poléster azul y una urna de color crema atravesada por una cruz negra. Luego canceló la cuenta corriente del viejo. Le dieron 542 euros en billetes de cien y de veinte y una moneda de dos.
Ese día que regresaba a la ciudad, alquiló una habitación barata en el Hostal Maracaibo. En un chino de esa calle compró pan de centeno, jamón cocido y una bolsa de hielo. En la Licorería Abade compró dos botellas de vino blanco de Rueda y una de Jack Daniels.
Vació la bolsa de hielo en el lavabo y puso las botellas de vino a enfriar. Su epopeya, los cuartos de moteles baratos donde se había despertado un millón de veces con la lengua pegada al paladar y cuerpos agonizantes al lado.
Dentro de la bolsa de deporte de su padre había ropa vieja, una radio Sony de plástico, una carpeta de cartón azul con sus informes médicos y el certificado de defunción, una billetera marrón gastada, un teléfono Motorola con tapa y su inseparable Omega Seamaster de 14 quilates.
En el portatrajes, un terno gris marengo, un cinturón con la hebilla dorada, unos gemelos de plata y una corbata negra. Se puso los pantalones y la chaqueta y fue de un lado a otro de la habitación con el vaso de vino en la mano. Su madre le repetía a menudo, “eres el calco de tu puto padre”.
Ochenta años de la vida de un hombre caben en una bolsa de deporte y en un portatrajes. Al final de ese día su padre era 542 euros, cuatro trapos y un vaso de Starbuck de color crema atravesado por una cruz negra.
Pasó las horas tumbado en la cama, con la radio Sony puesta en una emisora de música clásica y dos dedos de bourbon en el vaso. Así cayó en un profundo sueño, con la colilla del Camel quemándole los dedos.
Al despertar ya era noche cerrada. Se enjuagó la cara con el agua fría del lavabo y abrió la segunda botella de vino. Ya se lo había dicho el especialista. Si quiere matarse en pocos meses siga bebiendo. Consejos impagables que animan a seguir bebiendo.
Aún tuvo que terminar la botella y beber algunos tragos de Jack Daniels antes de atreverse a llamar. Tuvo que hacerlo porque puede que fuera la última oportunidad de volver a ella.
De cuando era sólo rock and roll pero les gustaba. Su piel pegada a su cuerpo, los dedos tecleando en la carne. Rock and Roll. Su mirada que se sumía en él y allí se quedaba, bailando en su pecho.
Sólo rock and roll. Aquel disco de Gene Vincent que le regaló pocos meses antes de que se acabara. Cuando en la contraportada escribió con rotulador indeleble: DE LA QUE SIEMPRE SERÁ TUYA. You Belong To Me. Mira el sol, vuela, sueña, pero nunca olvides que me perteneces.
Entonces la llamó. Ella dijo Hola y quedaron para cenar a la noche siguiente.
A media mañana salió del Maracaibo. Tiró en el primer contenedor la bolsa con la ropa, la radio, el Motorola y la urna color crema con la cruz en negro. Se compró una camisa celeste, una corbata de seda con luciérnagas verdes sobre fondo azul y unos zapatos negros. En el chino de la calle del hostal se compró una bolsa de hielo. En la Licorería Abades se compró dos botella de vino de Rueda y otra botella de Jack Daniels.
Una hora antes de la cita se duchó y se afeitó. Se puso el traje gris marengo y se anudó la corbata. Se puso los gemelos de plata y se ajustó el Omega de 14 quilates en la muñeca.
Cinco minutos antes de la cita estaba en la puerta del restaurante japonés Midori. Ella llegó diez minutos más tarde. Se besaron. Se miraron a los ojos. Ella dijo que no tendría que haberse puesto tan elegante para una cena tan informal como aquella.
Nada fue como había imaginado que tendría que haber sido. Tal vez porque los reencuentros son malas canciones que hacen llorar.
Ella habló de separaciones, desencuentros, penas, de un trabajo en la cocina de un kebab, de tres hijos, dos viviendo con ella, y de que le haría un favor si al terminar la cita la acercaba a su casa, y de que le haría un favor si le recordaba que tenía que comprar galletas y leche para el desayuno de mañana.
Ella siempre fue su amor y ese amor era tan imposible como llegar a mañana.
Más de veinte años a la espera. Y allí estaba, con su sonrisa, su pelo negro y sus manos nerviosas. Pero ya no sonaba la canción, su canción, la de la piel y los dedos tecleando en su cuerpo.
Nada tenía que haber sido como fue.
La miraba sin encontrar nada y ella lo miraba sin verlo. Ese instante en el que sabes que la vida es una estafa.
Por favor, que no se te olviden las galletas y la leche para el desayuno de mañana. La lluvia se estrellaba contra la ventana del Midori para dibujar una constelación de estrellas que destellaban con las luces de los coches.
Terminó la cita y él no llegó a recordarle las interminables tardes de cerveza y futbolín en el billar Oquendo, ni aquel concierto de Burning que no acababa ni cuando salió el sol, ni las madrugadas felices en el Tren Azul, garito estrecho como culo de rata. Ni le recordó el disco de Gene Vincent que le regaló pocos meses antes de que terminaran, el disco en el que había escrito con tinta indeleble: DE LA QUE SIEMPRE SERÁ TUYA.
Al final de la cena quedaba casi todo el sushi en la bandeja y sólo dos dedos de la segunda botella de verdejo que él había pedido. Mientras le traían la cuenta, ella fue al baño y él deslizó en su bolso 542 euros en billetes de cien y de veinte y una moneda de dos.
De camino a casa le recordó que tenía que comprar galletas y leche para el desayuno de mañana.
Pararon en la tienda de una gasolinera de Repsol que quedaba a trescientos metros de su casa. Fue la última vez que ella lo miró. Sus ojos eran dos luceros tristes que lo observaban desde el fondo de un vaso empañado.
Ella salió del coche con el paraguas y el bolso y su andar agotado. La lluvia moría en el parabrisas con una repiqueteo monocorde. Arrancó el motor y se alejó sin volver la vista atrás.
Aunque vueles en mil aviones de ensueño y se borre toda la memoria del mundo, siempre serás mía, amor.
Odiaba las noches de insomnio, las mañanas de lluvia y las tardes de resaca.
Una colaboración de Jánter P. Silano
Blog Bitácora de un fracasado
Gracias mil por escribir este relato, Outsider. Sin duda esto salda con creces esa "deuda" del relato de gasolinera que llevaba tiempo esperando...¡qué buenos tiempos aquellos en que comprabas anillos y me dejabas tirada en cualquier gasolinera a golpe de tuit, qué bien lo pasábamos!
ResponderEliminar¡Maravilloso relato de puro Rock & Roll, Outsider! Es un gusto volver a leerte y que sigas por ahí...en cualquier gasolinera. Un beso
PD. Nadie canta el Be bop a Lula como Gene Vincent
Gracias a ti, rockera, por esperarme en la misma gasolinera. El gusto ha sido mío por escribirlo empujado por tu petición.
EliminarYa me aburre y me asquea Twitter, pero me sigue gustando el Rock & Roll y las gasolineras en noches de lluvia.
Besos mil.
Es un placer volver a leerte, Jánter. Y muy duro que tengas abandonado tu blog. A veces pienso que lo has hecho porque estás escribiendo una novela. ¡Ojalá!
ResponderEliminarGracias por leerme, Consuelo. Era una deuda que tenía pendiente con Tina.
EliminarEs verdad, también me aburrí del blog. Uno de los grandes problemas de un hombre puede ser la inconstancia. Como decía aquel recién casado: "De todo se cansa uno".
A ver si me animo y lo reconvierto en un blog de autoayuda, que eso tiene mucho tirón; o en una cosa de literatura chorra estilo Paulo Coello, que gusta mucho a los milenial.
Un saludo