Como
todas las mañanas Augusto Nota salió a la calle, con todo en él en orden, para
dirigirse a su puesto de trabajo. A medida que andaba, mentalmente, repasaba la
lista de tareas para hoy. Recordaba exactamente el estado en que había quedado
todo el día anterior. De todas maneras al sentarse frente al ordenador,
volvería a ver la ristra de pósits pegados en el filo de la pantalla, que con
concisas listas enumeraban un abanico de cometidos. Una nota para el índice
laboral, otra para su lado “ama de casa”: lo indispensable a la hora de hacer
la compra en el supermercado; una tercera con un listado de canciones a
escuchar detenidamente. La cuarta nota con el número de su centro de atención
primaria, el número de historial, el nombre del doctor en cuestión, la hora y
día de la visita, y por debajo, con una flechita muy bien dibujada y que
indicaba un subnivel, una derivada, el día y hora de la analítica previa. El
mundo de la salud, el tema médicos en general, era complicado, y el riesgo de
un olvido, de consecuencias fatídicas. Volver al inicio del laberinto.
En
la vida de Augusto Nota todo se regía por listas. Todo estaba previamente
planificado y listado. La lista era la prevención, el cálculo, el método, la
memoria e incluso la motivación, a manera de recordatorio. Listas para sus
pasiones. Las diez mejores películas de la historia, según su criterio. Los
famosos diez discos que te llevarías a una isla desierta. Libros, amigos,
estudios, gastos mensuales, actividades vacacionales. Cualquier actividad
humana es susceptible de merecer una lista. La obligación, entre comillas, de
confeccionarla le forzaban a tener que depurar, examinar y examinarse. Escoger
por detalles o después de un concienzudo análisis, que o quien entraba a formar
parte de una lista y en que orden, más que un pasatiempo o una manía se habían
convertido en una filosofía de vida. Por la lista, el camino hacia el orden y
el éxito. La racionalidad al poder. Y la falsa seguridad de tenerlo todo bajo
control. Únicamente su testarudo romanticismo podía poner en duda semejante
convicción.
La
mañana pasó. Sin altibajos, ni noticias, plana. Llegada su hora, Augusto salía
a la calle, al igual que todos los días, para dirigirse a un humilde bar
cercano, donde servían económicos menús que ponían a salvo su equilibrio
nutritivo, manteniéndole en cierta armonía alimenticia. Abrió la puerta del
local tal quién abre una caja de ruidos y el agudo murmullo se escapó un poco
hacia el exterior. El griterío de los camareros, amasado con el colchón de
calmadas conversaciones de mesa, ocupaba todo el local, una densa niebla
sonora. Desde la barra, uno de los camareros, le señalaba una mesa a tocar que
quedaba libre. Ocupó su lugar, paciente asistió a la ceremonia de limpieza de
la mesa. Le colocaron servilleta y juego de cubiertos, que no pudo evitar
colocar perfectamente perpendiculares, como gesto, como tic.
Mientras
esperaba, buscando musarañas que mirar, una mujer abrió la puerta del local, y
por un segundo la luz del mediodía, que entraba del exterior, le dibujo la
silueta como a una aparición en el horizonte, como una señal divina.
La
señora vino a ocupar precisamente el taburete que había frente a él. Dejó su
bolso en la barra, y con mucho cuidado, calculando el movimiento, a la vez que
se cogía la costura del vestido, para acompañar, con la otra mano se apoyaba en
el taburete, y en un ínfimo brinco acabó sentada.
La
realidad se había descosido para dejar entrar algo de color. El color rojo de
los zapatos de aquella dama. Zapatos de salón de tacón alto, tacón que se
engarza en el fino reposapiés del taburete. Medias negras que trepan por sus
piernas hasta esconderse en el vestido tubo negro. Uñas rojas. Melena cobriza.
Poderosa. Elegante. No pudo evitar mirarla, una vez y otra, reiteradamente,
fuera de toda lógica y con la justa medida de no ser sorprendido en el acto.
Pero la insistencia es enemiga de la seguridad y de la corrección, y acabó por
cruzarse con sus ojos. Empezó a sentir calor, aunque el verano empezaba a ser
recuerdo, una gota de sudor abrió la veda en su frente. Y ella sonreía, primero
tímidamente, más tarde abiertamente, de una manera limpia, alegre. Cautivadora.
Él siguió comiendo como pudo entre sonrisa y sonrisa, entre mirada y mirada. El
incremento en la frecuencia, de las sonrisas, presagiaba la primera palabra en
cualquier momento. Pero no fue palabra sino gesto, y más que gesto, ceremonia,
la de descenso a la tierra. Recogió sus mínimas pertenencias, giró muy
lentamente la cabeza, para mirarle, a él, intensa, metálica. Desde el ángulo de
su hombro, le dijo sin decir. Se dirigió a la puerta del local, y ya en la
calle, se detuvo a encender un cigarrillo. Él, sin escuchar entendió. Pidió la
cuenta, pagó, se despidió, palpó todos sus bolsillos para comprobar que estaba
todo en orden y se deslizó entre las mesas hasta la salida.
Caminaron,
ella de su brazo y el conversador gesticulante infatigable, dejando tras de si
una hilada de carcajadas en el aire. Llegaron hasta un museo y entraron para
ver una exposición de fotografía. Siguieron susurrándose al oído pequeñas
conversaciones. Ella amenazaba con gritar como repuesta a la ultima ocurrencia
de él. El trasgresor desafío del grito que rompa el sacro silencio. Sonrisas
una pizca maléficas, y más que maléficas, cómplices, traviesas. La complicidad
les embistió, y tras el paso de un guardia de seguridad, él la cogió por la
cintura y la beso. Ni un reproche, ni un alejamiento. Era sabido y consentido,
dado por supuesto. Gustoso y deseado, querido. Escribimos momentos
inexplicables, tan solo por la sucesión de otros inexplicablemente deliciosos.
Pesan más según que miradas que según que palabras.
Igual
que niños entusiasmados, varios besos mediante, volvieron al ruido y a los
coches. ¿Qué hacer con todo aquello que llevaban dentro, a media tarde de un
día laborable? ¿En qué lista figuraba la instrucción para el siguiente paso a
realizar? ¿Dónde está el orden cuando más se le necesita? Creo que la pasión ha
ocupado su lugar, y toma los mandos de la situación. Ella habló de un hotel por
horas y a él le pareció un milagro ¿Existían esas cosas? Se dejaron llevar, más
bien él se dejó llevar, y zambulló en la vida como en una aventura, como una
película interactiva. No podía dejar de sonreír. Todo el misterio y toda la
pasión. Todo el gusto y todo el desorden. El vértigo de la ausencia de control.
Se
besaron, se mordieron, se chuparon. Se arrancaron la ropa con el hambre. Se
abrazaron. Se follaron como si fuera la última vez. Gritaron y rieron mucho,
mucho. El orgasmo trajo atada a su cola un cadena de carcajadas imparables.
Solo les falto llorar de felicidad. Estallaron el uno en los brazos de otro.
Brillaron. Y como las bengalas de las fiestas infantiles, se fueron apagando,
tras el éxtasis. La complicidad seguía ahí, junto a las sonrisas, más blandas
ahora, y las miradas susurrantes, confidentes. Abandonaron el establecimiento,
cogidos de la mano. Las luces de la noche les acompañaban. Hablaron y sin
planificar decidieron seguir escribiendo aquella historia. Volverían a verse.
Se dieron los teléfonos y las ultimas caricias, los últimos besos. Besos que
sabían ricos, se sabían primeros de miles que vendrían.
Augusto
volvió a su planeta y a sus rutinas, en el punto en que podía retomarlas. Se
dirigió a su casa envuelto en ilusión desbordante. La agradable desazón del
estreno, de la novedad fascínante. Durante el camino, pensando, pensando,
recordó que en cierta ocasión elaboró una lista para reconocer a la mujer
ideal. Con una nueva sonrisa dio por trazado el plan, la buscaría y comprobaría
cuan acertado habría estado. Le divertía la idea de cotejar el paso del tiempo
entre sus deseos antiguos y los actuales regalos de la realidad.
Al
llegar a casa empezó la búsqueda. Cajones y cajas en los que hacía tiempo que no
miraba, archivos del pasado. Libros amontonados en la mesita de noche, y en uno
de ellos, entre la solapa y la primera página, encontró la lista. La mitad de
una cuartilla, cortada a mano. Amarilleante en los bordes, y con la tinta del
rotulador un tanto evaporada por el tiempo. “LA MUJER” en mayúsculas escritas a
mano, subrayado y seguido de un listado con más de diez puntos. Augusto tomó su
rotulador rojo de tachar. Empezó con el primer punto, siguió con el segundo, y
así hasta acabar con los diez. Como todavía quedaba espacio para algún punto
más, con el mismo rojo tachador, marcó un nuevo punto y escribió a continuación
un enigmático “Ella…” Dejó cuidadosamente el rotulador sobre la mesa y se
hundió en su sonrisa y en el sofá. Sin buscarla la había encontrado y el
destino se había reído a carcajadas en sus narices. Por suerte no siempre
triunfan el orden y la lógica.
Algún
vecino estaría escuchando música porque se le colaba por la ventana que da al
patio interior. Question Mark & The Mysterians y su “96 Tears”. Ya nunca
olvidaría esa canción…
Una colaboración de L´Home Llop
Muchísmas gracias por animarte a volver a escribir y hacerlo aquí, en este pequeño rincón lleno de cajitas, de historias...poder contar contigo es un placer, amigo.
ResponderEliminarEl relato es estupendo, ver cómo nos puede cambiar la vida en un momento dado...pasar del orden a ese maldito pero dulce kaos que es el amor.